Persona que hace juegos de manos y otros trucos. Así es como define la Real Academia Española la palabra prestidigitador, la profesión por
la que se conocía a finales del siglo XIX a Georges Mélies. Este ilusionista parisino –hijo de un fabricante de
calzado de lujo– ha pasado a la historia, sin embargo, por ser uno de los ideólogos del séptimo arte. Y es que, si Eisenstein dio lugar al montaje moderno con la archiconocida (y larguísima) escena de la escalera de Odesa de El
acorazado Potemkin (homenajeada en incontables ocasiones por directores tan dispares como Terry Gilliam, Brian de Palma o Peter Segal, sin olvidarnos de Los Simpson), el francés
es sin lugar a dudas el padre de los efectos especiales.
Algo tan burdo el stop trick (literalmente, el “truco de parar”, que no es otra cosa que parar la grabación, colocar a un actor y continuar grabando, haciendo aparecer ‘mágicamente’ a un
personaje, por ejemplo; o cambiar un objeto por otro, para que un arma se convierta en un plátano, por decir algo) era absolutamente incomprensible para los flamantes espectadores de cine, que
acababan de ver nacer esa nueva forma de mirar el mundo que tan bien supo aprovechar el mago.
Todo empezó el 28 de diciembre de 1895, cuando Méliès asistió como invitado a la presentación del cinematógrafo de los Lumière. Aquellas imágenes en movimiento lo dejaron fascinado, y provocaron una cascada de ideas sobre las posibilidades del invento para su campo de trabajo. Intentó incluir el aparato de los hermanos en su espectáculo; la negativa no supuso un problema: se compró su propio aparato, lo modificó y de ahí levantó todo un imperio cinematográfico en el que lo mismo estaba delante que tras la cámara, llegando a producir más de medio millar de películas.
Lamentablemente, la Gran Guerra (entre otras cosas) desinfló el negocio, el director galo acabó arruinado y la mayoría de las cintas, destruidas. Quedaron para la historia, no obstante, algunos
tesoros, entre los que se encuentra el maravilloso Viaje a la luna de 1902, en el que el ilusionista adaptaba de manera mágica (nunca mejor dicho) y magistral, en 14 minutos y 12
segundos exactamente, De la Tierra a la luna, de Julio Verne, y Los primeros hombres en la luna, de H.G. Wells.
La imagen de esa nave (con forma de supositorio, todo hay que decirlo) impactando en la superficie de esa luna con rostro marcó un antes y un después en la historia de este arte que entonces daba
sus primeros pasos y hoy se ha convertido en todo un artefacto pop, que en cierto modo ya lo era entonces, pero que ha adquirido una dimensión probablemente impensable para el propio Mélies, al
que se ha referenciado en tantas ocasiones que resultaría casi imposible hacer una enumeración. No puedo evitar mencionar, sin embargo, el homenaje que hizo al cineasta Queen a través del vídeo
que grabaron en 1995 para la canción ‘Heaven for everyone’ (escrita por el batería del grupo, Roger Taylor, y grabada por primera vez en 1988 por la banda The Cross con Freddy Mercury como
vocalista invitado).
Esa imagen, junto al resto de la película (que encierra cierto aire infantil comprensible dado el momento en que está rodada), puede verse ahora en color, tal y como la disfrutaron los
espectadores de aquellos primeros años del siglo XX gracias a las manos de Georges y su equipo, que coloreaban las cintas fotograma a fotograma, dando lugar a tonalidades perdidas durante muchos
años. En este caso perdidas, de hecho, hasta que apareció una copia en la Filmoteca de Cataluña a principios de los años 90.
La restauración dio lugar a un documental, El viaje extraordinario, en el que Serge Bromberg y Éric Lange relatan el proceso de reconstrucción, reflexionando a un tiempo sobre la
vigencia de la obra de Mélies (algo que, en mi humilde opinión, no es posible poner en cuestión). Este particular viaje se ha emitido hace poco en el canal TCM seguido de la versión restaurada de
la película. La música electrónica de los franceses Air acompaña a los personajes en este Viaje a la luna, en el que el color trae a la memoria los mármoles griegos, que el tiempo nos ha
trasladado monocromáticos, haciendo muy difícil imaginarlos coloreados pese a ser su estado original.
Esta versión del film ya pudo verse en el Festival de Cannes en 2011, año en que Mélies volvió a las salas de cine de la mano de Martin Scorsese y su Hugo (La invención de Hugo en España), una fábula preciosista (basada, una vez más, en una novela) que cuenta (a su
manera, porque se toma bastantes licencias, como no podía ser menos) la historia del francés. Un guión bastante predecible, aunque emotivo (sobre todo si eres de naturaleza sensiblera) sirve de
hilo conductor a una historia donde la fotografía es la gran protagonista (y que le pega muy poco a Martin, dicho sea de paso). Es cursilona, no termina de colar Ben Kingsley como el mago (es un actor maravilloso y tiene cierto parecido, pero si tiene que ser un personaje real siempre será Gandhi,
se siente), pero es muy bonita; todo un alarde de estética al más puro Mélies.
En el film aparecen extractos de la versión restaurada del Viaje a la luna, entre otras escenas de aquel primer cine (como secuencias de los Lumière o de películas de Buster Keaton) que
tanto impactó a este singular prestidigitador. “Cómo no podía formar parte de aquello… Era como una nueva forma de magia”, dice en boca de Kingsley el ilusionista, quien hizo lo posible por
participar “de aquella maravilla”.
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