¿Alguien sabe qué grado de parentesco une al Conde Laszlo de Almásy con Porco Rosso, Antoine de Saint-Exupery o Corto Maltés? Cualquier diría que todos son primos hermanos, o que son la misma persona cambiándose de nombre y de avión oportunamente. Los cuatro desaparecen en las brumas de la Segunda Guerra Mundial peleando por ser los últimos héroes románticos, a punto de ser tragados por la vorágine de la ciencia-ficción, a la que sólo los americanos, como Superman o Indiana Jones, han tratado de adaptarse.
¿No es Laszlo de Almásy, protagonista de El paciente inglés, el mismo Saint-Exupery que retrata Hugo Pratt en El último vuelo, un caballero galante pero introvertido, un héroe contra su propia voluntad, que vuela una y otra vez fascinado por la inmensidad del desierto, en el que se esconden los secretos mismos de la existencia?
Existió un Laszlo Almásy real, que descubrió la célebre Cueva de los Nadadores donde Katherine Clifton encuentra la muerte. Pero Almásy, que no era conde de nacimiento sino que recibió el título por sus gestas miliares, poco tenía que ver con su contrapartida ficticia más allá de ser ambos aviadores y exploradores enamorados del desierto. Para empezar, sí que combatió en la Segunda Guerra Mundial, además en el bando del Eje, aunque dentro del ejército húngaro. Y, al contrario que el personaje que encarnase Ralph Fiennes, era homosexual. Michael Ondaatje lo cogió como plantilla para el protagonista de su novela, pero hizo con él lo que quiso.
(Hoy en día La Cueva de los Nadadores, según su descubridor una prueba del cambio climático ocurrido en el Sáhara en tanto las pinturas debían tomarse como descripciones de la vida cotidiana en el momento que fueron realizadas, sufre serios problemas de conservación. Desde que se rodase la película en 1996, el volumen de turistas se ha ido incrementando exponencialmente, algunos tan cafres que se han llevado pedazos de la pared como recuerdo, en lugar de limitarse a un delicado dibujo como el de Katherine Clifton).
La Biblia, Homero y Heródoto crean el relato de nuestro subconsciente colectivo. Existen otras historias y otros lugares, pero harán falta más generaciones para que alguien como yo pueda asimilarlas. El Conde Almásy viaja con Heródoto, como Kapuscinski. Katherine Clifton es, al mismo tiempo, la esposa de Candaules y una de las princesas occidentales secuestradas con las que comienza el intercambio de golpes entre Europa y Asia que prefigura la guerra de Troya y justifica las guerras médicas y las conquistas de Alejandro Magno.
(Es fácil juzgar a Heródoto como un mentiroso en el peor de los casos y un exagerado en el mejor, siempre con un sesgo cultural importante a la hora de valorar a los vecinos griegos, pero Robin Lane Fox en El Mundo Clásico ya nos advierte que con él nace el cosmopolitismo en la cultura helénica y que, en su contexto, demuestra una apertura de miras y predisposición a la investigación ejemplar).
El biplano de Laszlo es el de Porco Rosso. También el mismo Laszlo es un escorpión del desierto. David Caravaggio, al que encarna Willem Dafoe, es Rasputín sin Corto para domesticarlo, pero con una conciencia en sustitución, y Hannah, con la cara y el acento de Juliette Binoche tratando de pasar por canadiense, una de las enfermeras de Adiós a las Armas.
A Saint-Exupery el desierto le inspiró su otra narración total, la obra que dejó a medias en el momento de su muerte: Ciudadela. Ciudadela es la contraparte de El Principito. Donde aquél es cuento y busca la sencillez, Ciudadela es la narración total y épica, el relato bíblico y la voz de Dios surgiendo desde el fondo de la arena. El reino del desierto al que remite el relato es una suerte de antigua Atlántida perdida en el Sáhara, una referencia a los mitos regurgitados por la literatura barata del XIX tipo Ayesha, novela publicada cuando el autor francés tenía cinco años y que muy bien pudo leer en su juventud. Es el reino perdido de los emperadores negros, los atlantes tuareg monoteístas precristianos.
Mucho más directo en la relación del aviador y el desierto es Tierra de hombres, relato basado en el accidente real que sufriese en diciembre de 1935 el mismo Saint-Exupery junto a su navegador, André Prevot. Tras cuatro días perdidos en el Sáhara, estuvieron a punto de fallecer por deshidratación tras sufrir toda clase de alucinaciones, pero un tuareg los rescató.
Los tuareg, guardianes de la sabiduría ancestral del antiguo vergel, los atlantes que ya no existen, son los héroes evidentes en el Tuareg de Alberto Vázquez-Figueroa, y villanos traficantes de esclavos en su mismo León Bocanegra. En El cielo protector, tanto la novela de Paul Bowles como la película de Bernardo Bertolucci –una prima hermana cinematográfica de El paciente inglés en muchos aspectos–, los tuaregs son un exotismo peligroso, una amenaza sexual ante la que la occidental sucumbe. En El viento y el león, de John Milius, más de diez años anterior a aquellas, Hollywood no pudo resistirse a convertir a El Rasouli en un émulo de los nobles immouchar, cuando bereberes y tuaregs no pueden ser más diferentes.
Saint-Exupery se perdió para siempre en los cielos del Mediterráneo en 1944, con la guerra cada vez más cerca de terminar, sobre todo para Francia. No se sabe si fue derribado, sufrió un fallo mecánico o simplemente siguió ascendiendo con su avión hasta de verdad desaparecer. Hugo Pratt, el autor de tebeos más completo que haya dado Europa, retrató este hipotético viaje final en El último vuelo, donde las nuevas alucinaciones del autor, similares a las de su primer accidente, sirven para hacer repaso de su vida y del significado último de sus creaciones.
Perderse entre las nubes es el destino, también alucinatorio, de Berlini, el tópico mejor amigo de Marco, el protagonista de Porco Rosso, de Hayao Miyazaki, el hombre que más obras maestras produce desde su estudio de animación, dos o tres por década desde los 80. El cerdo rojo es un piloto de hidroavión en la Italia de entreguerras que se gana la vida como mercenario, combatiendo a los piratas del aire, mientras evita ser reclutado por la aviación fascista.
El momento cumbre de la película no es el duelo con Curtis, el piloto americano con aspiraciones a estrella de cine -un Errol Flynn de opereta y autoirónico-, sino la historia que narra Porco a Fío, su pupila y mecánico de apenas 17 años, la noche antes. Durante un combate casi al final de la guerra, Marco, aún humano, es herido a bordo de un avión averiado y pierde el conocimiento convencido de que va a morir.
En algo que nunca llegamos a saber si es realmente una alucinanción, el piloto ve a su hidroavión cabalgando sobre una llanura de nubes y observa una estela blanca surcando el cielo sobre su cabeza. Cuando los aviones de amigos y enemigos empiezan a surgir del mar de nubes y sobrepasarlo -incluído Berlini-, Marco descubre que la estela es una fila infinita de aviones caídos en combate, de todos los bandos, volando juntos hacia el horizonte. Entonces vuelve a perder la conciencia, para despertar con su hidroavión flotando en medio del mar.
Fío, desde su saco de dormir, especula: “Dios te dijo: ‘No vengas todavía’, ¿verdad?”. Porco se ríe y responde “La verdad es que a mí me pareció oírle: ‘Volarás sólo para el resto de tu vida’”.
El final de la película nos muestra a Gina y los piratas como ancianos, y lo narra la misma Fío ya adulta, pero nunca sabemos cuál es el destino de Porco, si sobrevive a la batalla final con la aviación fascista y escapa sin que sepa a volverse de él, si se sacrifica junto a Curtis o si vuelve y se declara al fin a Gina, renunciando a ser un cerdo y aceptando su condición humana -la cerditud de Marco, al fin y al cabo, es una opción, porque "los cerdos no tienen ni país ni ley"-.
Corto Maltés no tiene final. La leyenda dice que Hugo Pratt tenía pensado que Corto participase en la Guerra Civil española, la última guerra romántica de la Historia, quedando ciego en ella, o perdiéndose sin que se conozca su paradero. Tal vez en ella habría coincidido con el Max Fridman de Vittorio Giardino, otro héroe cansado. La misma leyenda afirma que la muerte de Corto, ya anciano, llegaría en el Chile de Allende, durante el golpe militar. Quién sabe. Al fin y al cabo, él mismo se trazó la línea de la vida con una navaja cuando el destino que le había predicho una gitana no le satisfizo.
Así que ni ellos ni Saint-Exupery acaban por morir nunca. Seguramente, el Conde Almásy no los envidie.
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Juicer Reviews (lunes, 06 mayo 2013 20:57)
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